El concilio de Trento, abordó la doctrina de la justificación, refutando la visión protestante de la justificación como un acto meramente forense, es decir, aplicación externa al hombre de la santidad y no un verdadero nacimiento en el Espíritu. El Concilio afirmó que la justificación implica tanto la remisión de los pecados como la satisfacción y renovación del hombre interior a través de la gracia recibida voluntariamente. La gracia de Dios es necesaria, pero el ser humano tiene libre albedrío para aceptar o rechazar esa gracia. La justificación no solo se recibe por la fe sino también por las obras, que son fruto de la gracia.
La Resurrección de Cristo constituye la confirmación de todas las verdades que encuentran su justificación y da la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido, incluida nuestra resurrección. Todo el organismo de la vida sobrenatural tiene su raíz en el santo Bautismo que la Santísima Trinidad nos da con la gracia santificante, la gracia justificante y que despliega mediante las Virtudes Teologales, los dones del Espíritu Santo y nos hace crecer en el bien con las Virtudes Morales.
La justa interpretación del accionar de Dios para nuestra salvación se expresa en la biblia en la oración del justo Zacarías (Lucas 1, 6) “suscita la salvación”, no predestina al hombre ni al bien ni al mal eterno. Esta revelación la expresa acertadamente San Agustín: “Dios que te creó sin ti no te salvará sin ti” (San Agustín).
Apostillas
Santo Tomás Moro, poco antes de su martirio consuela a su hija: “Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor” (carta. Catecismo de la Iglesia Católica 313)
Dios escribe bien en renglones torcidos. A veces, cada 25 años en los Jubileos la humanidad está invitada a revisar el trazo de nuestra historia y a usar la función Justificar para presentarnos justos. “En el Paraíso estaremos derechitos y elegantes” (Chiara Lubich) ¡Qué Enorme Minucia!
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